Decimos,
siempre decimos, hablamos sin parar inmersos en el estruendoso
silencio de la soledad. Una sociedad de ignorantes con información
ha sustituido a otra, la del profundo humanismo, aquella del poético
encuentro con los valores íntimos del ser; reemplazada por un vivir
teniendo, por morir en el tener. Hubo un tiempo, no tan lejano, donde
un ayer de pensamiento espiritual soñaba un mañana para el hombre,
muy distinto de este presente famélico de emociones. Cuando el
hombre aún no invertía cada presente en el futuro, y conjugaba
seguro el verbo filosofar, en aquel entonces, puesto a soñar el
hombre, lo hacía con Dios, con los dioses. La India inmortal
iluminaba, desde su lejanía, la cercanía individual de todos los
grandes filósofos en su amor por la construcción del templo
perfecto. Ese lugar secreto que esconde el corazón y adonde solo uno
tras uno mismo puede penetrar, siguiendo la huella del maestro. Los
Vedas recogían los grandes secretos, universos multiverso,
dimensiones mucho más allá de las cuatro que nos encierran.
Expansión y contracción de la manifestación cósmica, representada
en la exhalación e inhalación eternas de Maha Vishnu, cuando éste
simplemente...sueña. Viajes interplanetarios, batallas ocurridas en
lejanos cielos, donde un hombre incipiente, escapa y se transforma,
homínido reconvertido, en aspirante a semidiós. La Gran
Arquitectura del Universo, descrita en verso converso de los dioses,
en lengua pura para hombres, el sánscrito, mientras Brahma, el Gran
Arquitecto, diseña bóvedas celestes, donde huestes de futuros
aprendices labran sobre la piedra de su evolución, el diseño
original que sus almas esconden. Antes que ninguna otra cosa, la
vieja India nos enseña que los hombres construyeron sobre roca
deforme, la perfección geométrica y barroca de su proyección hacia
lo más alto. La India de los grandes templos, de las casas de la
sabiduría, el gurukula, donde nada se escondía sino de la mirada
presurosa de los monos, que hacen de cualquier arte, parte pragmática
de su eterno peregrinar buscando, que tristeza, simplemente plátanos.
El conocimiento revelado por el propio esfuerzo del aspirante a
conocer los secretos, no tenía nada que ver con la información para
ignorantes que este mundo globalizado nos vende. Terrorismo
publicitario, noticiario cotidiano donde se puede extender basura
sobre toda criatura que por pensar, piense que puede decir lo que
siente, y aún peor cuando ese loco quiere hacer lo que dice y
piensa. No está la despensa para ser compartida, mejor es matarle,
primero intelectualmente, cuando no difamarle, y por fin, caso de ser
preciso porqué no... matarle físicamente. Así luce esta herida de
ignorancia sobre el rostro cansado de la modernidad.
Hubo
un tiempo , dije antes, aunque para mi ser no exista ni ese antes, ni
aún un después, donde podíamos soñar la libertad que el sueño de
Dios nos otorgaba. Pronto no quedaran miradas para dar fe de que hubo
una vez un hombre que habitaba la tierra fecunda de sus anhelos, que
buscando lejanos cielos componía en la armonía de la música, del
arte, de la poesía, fragmentos de obras vivas para que los muertos
del mañana encontraran su alimento. Cortoplacistas desaforados,
rinocerontes desenfrenados, hacen del juego de ganar primero, aquí y
ahora, la condena de la tierra. El hombre se ha apartado de la
búsqueda armoniosa del conocimiento filosófico que armoniza toda
ciencia, en pos de la explotación económica. Nunca dejó de haber
esclavos, no hay peor cadena, que la ignorancia, ni peor tirano que
un esclavo con un látigo en la mano. Dentro de pocos años, cuando
gobiernen los niños que estamos amamantando con humo, en un sistema
educativo del sumar y restar, del perder y ganar habremos perdido
todo lugar sobre el planeta. Una nada vendrá desesperada a roernos
la paz con su bomba de neutrones. Tenemos que volver a la escuela
nuevamente, a los viejos maestros, ancestros puros del conocimiento
eterno. La India nos enseñaba que nacimos prisioneros de “avidia”,
la ignorancia sobre la verdadera naturaleza de las cosas, y
tomándolas por otras alimentamos la envidia codiciando sueños de
prestigio, quimeras de fortuna, adoquines plateados de la luna que
nunca poseemos. Maya, la ilusión, es la única protagonista y nubla
la razón del mono, pero no puede engañar al corazón del poeta con
un plátano. Nos dicen los antiguos brahmanes que necesitamos, como
trompetas místicas de Jericó, proclamar y seguir un conocimiento
superior que derribe las murallas de la ciudad de nuestra ignorancia,
que con sus nueve puertas, dos ojos, dos oídos, dos fosas nasales
una boca y dos esfínteres, nos encierra bajo la guardia perfecta y
constante de nuestro falso ego. Aquello que creo que soy, es aquello
en lo que me convierto, porque puestos a soñar despiertos, nos dejó
Dios parte de sus sueños escondidos en la arquitectura perdida de
este universo.
Hermanos
aprendices me convocan a un taller, y yo les digo, que vengo mendigo
de emociones, que perdí todas mis razones en el compás que me
muestra la curvatura del universo, que el ayer no fue sino taller de
mi vida, forja en mi derrota de la inmortalidad del hombre. Vengo a
mucho más que levantar columnas, vinimos a levantar a un hombre que
vive de rodillas para que construya su templo mientras dura el tiempo
aparente y ficticio de todas las cosas sobre el horizonte. Antes de
que un viento de olvido esmalte en oscuridad todos los colores del
sueño de este universo.
Y ya
me voy, mi discurso se adentró en el salón de las palabras
perdidas, pero dejo, entre las columnas de mi alma, dos heridas, la
de la muerte y la de la vida y el amor que las provoca, para que
enterrado mi orgullo en la mortaja de sus sombras, encuentren
aprendices capaces, martillo y cincel para trabajar en templos que
jamás se derrumban. Porque sabed que no hay tumba lo bastante grande
en el universo para enterrar el amor.