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martes, 25 de marzo de 2014

Hubo una vez un tiempo

Decimos, siempre decimos, hablamos sin parar inmersos en el estruendoso silencio de la soledad. Una sociedad de ignorantes con información ha sustituido a otra, la del profundo humanismo, aquella del poético encuentro con los valores íntimos del ser; reemplazada por un vivir teniendo, por morir en el tener. Hubo un tiempo, no tan lejano, donde un ayer de pensamiento espiritual soñaba un mañana para el hombre, muy distinto de este presente famélico de emociones. Cuando el hombre aún no invertía cada presente en el futuro, y conjugaba seguro el verbo filosofar, en aquel entonces, puesto a soñar el hombre, lo hacía con Dios, con los dioses. La India inmortal iluminaba, desde su lejanía, la cercanía individual de todos los grandes filósofos en su amor por la construcción del templo perfecto. Ese lugar secreto que esconde el corazón y adonde solo uno tras uno mismo puede penetrar, siguiendo la huella del maestro. Los Vedas recogían los grandes secretos, universos multiverso, dimensiones mucho más allá de las cuatro que nos encierran. Expansión y contracción de la manifestación cósmica, representada en la exhalación e inhalación eternas de Maha Vishnu, cuando éste simplemente...sueña. Viajes interplanetarios, batallas ocurridas en lejanos cielos, donde un hombre incipiente, escapa y se transforma, homínido reconvertido, en aspirante a semidiós. La Gran Arquitectura del Universo, descrita en verso converso de los dioses, en lengua pura para hombres, el sánscrito, mientras Brahma, el Gran Arquitecto, diseña bóvedas celestes, donde huestes de futuros aprendices labran sobre la piedra de su evolución, el diseño original que sus almas esconden. Antes que ninguna otra cosa, la vieja India nos enseña que los hombres construyeron sobre roca deforme, la perfección geométrica y barroca de su proyección hacia lo más alto. La India de los grandes templos, de las casas de la sabiduría, el gurukula, donde nada se escondía sino de la mirada presurosa de los monos, que hacen de cualquier arte, parte pragmática de su eterno peregrinar buscando, que tristeza, simplemente plátanos. El conocimiento revelado por el propio esfuerzo del aspirante a conocer los secretos, no tenía nada que ver con la información para ignorantes que este mundo globalizado nos vende. Terrorismo publicitario, noticiario cotidiano donde se puede extender basura sobre toda criatura que por pensar, piense que puede decir lo que siente, y aún peor cuando ese loco quiere hacer lo que dice y piensa. No está la despensa para ser compartida, mejor es matarle, primero intelectualmente, cuando no difamarle, y por fin, caso de ser preciso porqué no... matarle físicamente. Así luce esta herida de ignorancia sobre el rostro cansado de la modernidad.

Hubo un tiempo , dije antes, aunque para mi ser no exista ni ese antes, ni aún un después, donde podíamos soñar la libertad que el sueño de Dios nos otorgaba. Pronto no quedaran miradas para dar fe de que hubo una vez un hombre que habitaba la tierra fecunda de sus anhelos, que buscando lejanos cielos componía en la armonía de la música, del arte, de la poesía, fragmentos de obras vivas para que los muertos del mañana encontraran su alimento. Cortoplacistas desaforados, rinocerontes desenfrenados, hacen del juego de ganar primero, aquí y ahora, la condena de la tierra. El hombre se ha apartado de la búsqueda armoniosa del conocimiento filosófico que armoniza toda ciencia, en pos de la explotación económica. Nunca dejó de haber esclavos, no hay peor cadena, que la ignorancia, ni peor tirano que un esclavo con un látigo en la mano. Dentro de pocos años, cuando gobiernen los niños que estamos amamantando con humo, en un sistema educativo del sumar y restar, del perder y ganar habremos perdido todo lugar sobre el planeta. Una nada vendrá desesperada a roernos la paz con su bomba de neutrones. Tenemos que volver a la escuela nuevamente, a los viejos maestros, ancestros puros del conocimiento eterno. La India nos enseñaba que nacimos prisioneros de “avidia”, la ignorancia sobre la verdadera naturaleza de las cosas, y tomándolas por otras alimentamos la envidia codiciando sueños de prestigio, quimeras de fortuna, adoquines plateados de la luna que nunca poseemos. Maya, la ilusión, es la única protagonista y nubla la razón del mono, pero no puede engañar al corazón del poeta con un plátano. Nos dicen los antiguos brahmanes que necesitamos, como trompetas místicas de Jericó, proclamar y seguir un conocimiento superior que derribe las murallas de la ciudad de nuestra ignorancia, que con sus nueve puertas, dos ojos, dos oídos, dos fosas nasales una boca y dos esfínteres, nos encierra bajo la guardia perfecta y constante de nuestro falso ego. Aquello que creo que soy, es aquello en lo que me convierto, porque puestos a soñar despiertos, nos dejó Dios parte de sus sueños escondidos en la arquitectura perdida de este universo.

Hermanos aprendices me convocan a un taller, y yo les digo, que vengo mendigo de emociones, que perdí todas mis razones en el compás que me muestra la curvatura del universo, que el ayer no fue sino taller de mi vida, forja en mi derrota de la inmortalidad del hombre. Vengo a mucho más que levantar columnas, vinimos a levantar a un hombre que vive de rodillas para que construya su templo mientras dura el tiempo aparente y ficticio de todas las cosas sobre el horizonte. Antes de que un viento de olvido esmalte en oscuridad todos los colores del sueño de este universo.


Y ya me voy, mi discurso se adentró en el salón de las palabras perdidas, pero dejo, entre las columnas de mi alma, dos heridas, la de la muerte y la de la vida y el amor que las provoca, para que enterrado mi orgullo en la mortaja de sus sombras, encuentren aprendices capaces, martillo y cincel para trabajar en templos que jamás se derrumban. Porque sabed que no hay tumba lo bastante grande en el universo para enterrar el amor.  

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