Tal y como el agua caía del cielo, aquella tarde de tormenta, cayó la
lluvia de su pelo sobre mi cara en torrentes oceánicos de ondulado
terciopelo. Era entonces mi tormento, una vieja herida sin sanar sobre
mi pecho. Mis manos extendidas trataban de asir el sueño inalcanzable de
su rostro. Dos círculos concéntricos de eternidad azul dejaban escapar
el brillo tímido de una lágrima en el borde pupilar del universo. No fue
un sueño, hoy lo sé porque siempre he sido dueño de la nada
cabalgando caminos de espada y esperanza. Relámpagos homicidas de
sombras desvelaron en la alfombra el encuentro de dos almas. Truenos de
voz ronca, quebrada como rugidos de mar mordiendo rocas, gritaron que el
amor es imposible mientras que yo, impasible, quedé rehén en el vaivén
de sus caderas. Cabalgué praderas prohibidas mientras el caballo loco
de mi alma saltaba troncos de añoranza. La esperanza se volvió violeta y
vestida, mujer fría y coqueta, en esta singular manera, me dijo adiós
en el ocaso púrpura del horizonte de mis recuerdos.
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