Me canta un gallo de hoja de lata, con su kikirikí afónico de óxido rojo, contra el cielo azul desde la veleta del tejado. Lo hace por los cuatro costados, puntos cardinales de mi infancia. El viento trae fragancias del ayer, que son perfumes de añoranzas. Siempre queda la esperanza de un nuevo viento, de un suspiro que de aliento a la torreta, y girando loca la ruleta, justo por donde se desdibuja el último ojo que aún le queda, pueda atisbar la silueta de mi amada que viniendo desde tan lejos, me llama. Ella mueve otra vez sus brazos, dos ramas de perfumados álamos, envueltas en la corteza blanca de su vestido de algodón almidonado. Y yo, corro veloz hacia su horizonte, pero nunca la alcanzo. Tal parece que el árbol de su vida está plantado en otro campo, mientras surcos son heridas en la tierra de barbechos donde mi corazón habita desde entonces. Aún la veo, y mi gallo veleta otea, girando loco, otra vez su horizonte aprovechando lo poco de hombre que a este viejo le queda. El tiempo es mala moneda, nada puedes comprar con él, porque tan solo presta. Cruje con pereza, bostezo de madera vieja mi tejado, y deja que un agua del pasado, con la sutileza de un hilo, me matenga en vilo formando una gotera de recuerdos día y noche. Por los siglos de los siglos amen, desde entonces vengo amando, yo le digo al equinoccio que igualó, con su sacerdocio borracho del cáliz del tiempo, nuestros días y nuestras noches; y que nunca dejaré de amarte, porque en las dos mitades simétricas de mi vida, te amo por partes iguales, día y noche, aunque ninguna tenga medida.
Enviado desde mi smartphone BlackBerry 10.
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