Y quedé, nuevamente, mirando absorto el viejo cuadro aquel, torcida languidez de paisaje, que cuelga desigual de la pared. Y pedí otro café bien caliente de recuerdos, y bebía a sorbos cortos, cadentes, entre soplos de añoranza, las melodías del viejo pianista del rincón que se mezclan como azucarillos de notas en mi taza. De repente empezó a llover nuevamente, y quise ver tu silueta levemente dibujada, deformada tu sonrisa por el agua sobre el cristal. Luego limpié con mi mano el vaho del escaparate, y el disparate de mis anhelos se desvaneció, el humo de la taza jugó su baza dándole vida al vapor de nuestro ayer. Tú, ya hace mucho que no te asomas, mojada de arte, cargando con tus cuadernos de artista, para tomar el té con pastas de prisas; llegada de cualquier parte, como la brisa, de pintar estático el movimiento de la ciudad. Ya soy demasiado mayor, no puedo ver con claridad, y mientras te sigo aguardando entre mis versos de poeta, ya no sé quien está más muerto de los dos. El viejo café encierra entre sus mesas asépticas de mármol blanco, la respuesta. El camarero parece que nunca me ve, y ya hace mucho que no me pasa la cuenta. Y yo, sigo viniendo a diario, consumiendo un calendario de amor cotidiano, y sigo tomando el mismo café mientras escribo tu nombre entre mis notas, y una gota gaviota, buscando su libertad, resbala cuello abajo, de todas las botellas de cristal que duermen de humedad en el centro de las mesas, sobre lápidas de mármol blanco que les sirven de dura cuna. Y sobre todas y cada una he dejado escrito mi epitafio... Tal y como te amé por vez primera, aún te sigo amando. Siempre te estaré esperando en el viejo café.
Enviado desde mi smartphone BlackBerry 10.
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