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martes, 2 de abril de 2013

La Calle de los Abrigos

Era una calle de abrigos y escondidos entre nidos de bufanda, ocultos a toda presencia, dos ojos se delatan en destellos de pupilas de esperanza ilusionadas tras la ausencia. Una lágrima escarchada resbalaba descuidada, provocación de emoción y aire frío en la mirada, mesurada en su desliz, precipicio de nariz sonrojada. No dijo nada, mientras la vieja torre repicaba, afónica de los días, campanadas de sueños pasados y futuras fantasías. El viejo violinista con guantes de medio dedo, medio alimentado de miedo, soledad y sentimientos tocaba con dulzura congelada, anhelo de primavera de Vivaldi sobre las frías cuerdas. Sus paso de libélulas presurosas de amorosas botas carmesí, ponían frenesí alado sobre sus pequeños pies. Yo la observé cautivado, envuelto en el halo de mi propio aliento, ¿estaré dormido o despierto?, o no es un ángel aquel abrigo marrón que dobla ya la esquina. Todo se avecina venturoso en el reposo de adoquines de plata de la calle de los abrigos, donde el primer estallido, el primer beso, la primera ilusión corría en busca de su amor. Amaba, soñaba y rezaba será el mañana con sus cuentas afrenta que hoy no le importa. Se abrió al fin la puerta, frenética timidez de metal sobre madera, se cerró tras ella y la engulló la madera del marco. Yo regresé a mi barco cargado con el saco de mi equipaje, zarpé esa misma noche, y antes de que la luna me hiciera otro reproche, dejé escrita sobre papel, la visión de aquél ángel que soñé.
Enviado desde mi BlackBerry® de Fundación Dharma

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