Fantasía que genera frustración. Pretender que otra persona nos haga felices y llene todas nuestras expectativas es una fantasía que sólo trae frustraciones.
Nacemos en esta sociedad, crecemos en esta sociedad y aprendemos a ser como todos los demás, actuando y compitiendo continuamente de un modo absurdo.
Ahora bien, imagina por un momento que pudieses visitar un planeta en el que toda la gente tuviera una mente emocional distinta. La manera en que se relacionarían los unos con los otros sería siempre feliz, siempre amorosa, siempre pacífica. Ahora imagínate que un día te despiertas en ese planeta y que ya no tienes heridas en tu cuerpo emocional. Ya no tienes miedo de ser quien eres. Ya no te importa lo que la gente diga de ti, porque no te lo tomas como algo personal y ha dejado de producirte dolor. Así que ya no necesitas protegerte más. No tienes miedo de amar, de compartir, de abrir tu corazón. Ahora bien, esto sólo te ha ocurrido a ti. ¿Cómo te relacionarás con la gente que padece heridas emocionales y que está enferma de miedo?.
Cuando un ser humano nace, su mente y su cuerpo emocional están completamente sanos. Quizás hacia el tercer o cuarto año de edad empiezan a aparecer las primeras heridas en el cuerpo emocional y se infectan con veneno emocional. Pero, si observas a los niños de dos o tres años y te fijas en su manera de comportarse, verás que siempre están jugando. Los verás reírse sin parar. Su imaginación es muy poderosa y su manera de soñar una auténtica aventura de exploración. Cuando algo va mal reaccionan y se defienden, pero, después, sencillamente se olvidan y vuelven a centrar su atención en el momento presente para seguir jugando, explorando y divirtiéndose. Viven el momento. No se avergüenzan del pasado y no se preocupan por el futuro. Los niños pequeños expresan lo que sienten y no tienen miedo a amar. Por eso los momentos más felices de nuestra vida son aquellos en los que jugamos como si fuéramos niños, cuando cantamos y bailamos, cuando exploramos y creamos con el único propósito de divertirnos. Cuando nos comportamos como niños nos resulta maravilloso porque ese es el estado normal de la mente humana, la tendencia natural. Somos inocentes, igual que los niños, y para nosotros es normal expresar amor. Pero ¿Qué nos ha ocurrido? ¿Qué le ha ocurrido al mundo entero?.
Lo que ha sucedido es que, cuando éramos pequeños, los adultos ya padecían esa enfermedad mental, una enfermedad altamente contagiosa. ¿Y cómo nos la transmitieron? Captando nuestra atención y enseñándonos a ser como ellos. Así es como trasladamos nuestra enfermedad a nuestros niños y así es como nuestros padres, nuestros profesores, nuestros hermanos mayores y toda una sociedad de gente enferma nos la contagió a nosotros. Captaron nuestra atención, y, mediante la repetición, llenaron nuestra mente de información. De este modo aprendimos y de este modo programamos una mente humana.
El problema reside en el programa, en la información que hemos almacenado en nuestra mente. Una vez captada la atención de los niños, les enseñamos un lenguaje, les enseñamos a leer, a comportarse y a soñar de un modo determinado. Domesticamos a los seres humanos de la misma manera que domesticamos a un perro o a cualquier otro animal: con castigos y premios. Esto es perfectamente normal. Lo que llamamos educación no es otra cosa que la domesticación del ser humano. Al principio tenemos miedo de que nos castiguen, pero más tarde también tenemos miedo de no recibir la recompensa, de no ser lo bastante buenos para mamá o papá o un hermano o un profesor. De este modo es como nace la necesidad de ser aceptado. Antes de eso no nos importa si lo estamos o no. Las opiniones de la gente no son importantes y no lo son porque sólo queremos jugar y vivir en el presente.
El miedo a no conseguir la recompensa se convierte en el miedo a ser rechazado. Y el miedo a no ser lo bastante buenos para otra persona es lo que hace que intentemos cambiar, lo que nos hace crear una imagen. Imagen que intentamos proyectar según lo que quieren que seamos, sólo para ser aceptados, sólo para recibir el premio. De este modo aprendemos a fingir que somos lo que no somos y perseveramos en ser otra persona con la única finalidad de ser lo suficientemente buenos para mamá, papá, el profesor, nuestra religión o quienquiera que sea. Y con este fin practicamos incansablemente hasta que nos convertimos en maestros de ser lo que no somos.
Pronto olvidamos quienes somos realmente y empezamos a vivir nuestras imágenes, porque no creamos una sola, sino muchas diferentes, según los distintos grupos de gente con los que nos relacionemos. Una imagen para casa, una para el colegio, y cuando crecemos, unas cuantas más.
Y esto funciona de la misma manera cuando se trata de una simple relación entre un hombre y una mujer. La mujer tiene una imagen exterior que intenta proyectar a los demás, y cuando está sola, otra de sí misma. Lo mismo pasa con el hombre, que también tiene una imagen exterior y otra interior. Ahora bien, cuando llegan a la edad adulta, la imagen interior y la exterior son tan distintas que ya casi no se corresponden. Y como en la relación entre un hombre y una mujer existen al menos cuatro imágenes, ¿cómo es posible que se lleguen a conocer de verdad? No se conocen. La única posibilidad es intentar comprender la imagen. Pero es preciso considerar más imágenes. Cuando un hombre conoce a una mujer, se hace una imagen propia de ella, y a su vez la mujer se hace una imagen del hombre desde su punto de vista. Entonces él intenta que ella se ajuste a la imagen que él mismo ha creado y ella intenta que él se ajuste a la imagen que se ha hecho de él. Ahora, entre ellos existen seis imágenes. Evidentemente, aunque no lo sepan, se están mintiendo el uno al otro. Su relación se basa en el miedo, en las mentiras, y no en la verdad porque resulta imposible ver a través de toda esa bruma.
De pequeños no experimentamos ningún conflicto porque no fingimos ser lo que no somos. Nuestras imágenes no cambian realmente hasta que empezamos a relacionarnos con el mundo exterior y dejamos de tener la protección de nuestros padres. Esta es la razón por la que la adolescencia resulta particularmente difícil. Aun en el caso de que estemos preparados para sostener y defender nuestras imágenes, tan pronto intentamos proyectarlas al mundo exterior, éste las rechaza. El mundo exterior empieza a demostrarnos, no sólo particular, sino también públicamente, que no somos lo que fingimos ser. Este sería el caso, por ejemplo, de un chico adolescente que aparenta ser muy listo. Acude a un debate en el colegio, y, es ese debate, alguien que es más inteligente, y que está más preparado, le supera y le deja en ridículo delante de todo el mundo. A continuación él intenta explicar, excusar y justificar su imagen delante de sus compañeros. Se muestra muy amable con todos e intenta salvar esa imagen delante de ellos, aunque sabe que está mintiendo. Por supuesto, hace todo lo posible para no perder el control delante de ellos, pero tan pronto se encuentra solo y se ve reflejado en un espejo, lo hace añicos. Se odia a sí mismo; se siente verdaderamente estúpido y cree que es el peor. Existe una gran discrepancia entre la imagen interior y la imagen que intenta proyectar hacia el mundo exterior. Pues bien, cuanto más grande es la discrepancia, más difícil resulta la adaptación al sueño de la sociedad y menos amor se tiene hacia uno mismo. Entre la imagen que finge ser y la imagen interior que tiene de sí mismo cuando está solo, existen mentiras y más mentiras. Ambas imágenes están completamente alejadas de la realidad; son falsas, pero él no es consciente de ello. Quizás otra persona lo advierta, pero él está totalmente ciego. Su sistema de negación intenta proteger las heridas, pero éstas son reales y siente dolor porque intenta defender esa imagen por todos los medios.
Algunas personas, quizás las más capaces de percibir sus miedos, las que no logran reprimir sus sentimientos con tanta facilidad, reaccionan, aterradas ante su dependencia, y se transforman en contradependientes. Temen a la intimidad porque al ser tan débiles sus fronteras saben que pueden llegar a perderse en su pareja si se dejan enamorar, saben que van a sufrir de nuevo, como ha sucedido en el pasado y se alejan del amor y de la gente. Afirman no necesitar a nadie, no necesitar amor, encerrándose en la soledad, tal vez rodeados de gente, pero sin dejar que se acerquen a ellos lo suficiente como para llegar a algo más íntimo. Perciben la cercanía a los demás como amenazadora: “ Me harán daño”.
Mirar atrás puede ser parte de lo que tengan que hacer en su camino en busca de la identidad perdida.
Heridas del pasado, errores transmitidos de generación en generación que se aprenden y se repiten una y otra vez mientras no haya un miembro de esa familia que se atreva a analizar en profundidad su comportamiento y el de sus padres para poder cambiar. Y lo peor es que a veces repiten lo mismo a pesar de ser conscientes de que no quieren hacerlo. El resultado es que lo hacen, pero por otro camino, con otras técnicas que utilizan para transmitir, al fin y al cabo, exactamente lo mismo: “no está bien hablar de los problemas; guardalos para ti”; “no está bien expresar enfado”; “no seas nunca egoísta”; “sé siempre fuerte y bueno”; “ haz siempre lo correcto; no cometas errores”; “la aprobación de los demás es muy importante; tienes que gustarles; tienes que aceptarlos; no dejes nunca que piensen mal de ti”; “yo sé lo que te conviene; sé lo que necesitas, sé lo que es mejor para ti”. Estas personas pueden necesitar mirar atrás no para buscar culpables ni para centrarse en el pasado y lamentar una y otra vez lo sucedido, sino para saber, para comprender, para cortar la cadena y no repetir nunca más.
Probablemente escucharon muchas veces la frase “eso no se hace” y les hicieron sentir vergüenza. Se siente culpables porque lo que desean es diferente de lo que hacen, y van por el mundo con una enorme carga de estrés, con un enorme gasto de energía derrochada en esconde sus verdaderos sentimientos y su yo más auténtico. Están muy cansados...
Piensan que esta mal anteponer sus necesidades a la de los otros.
Piensan que eso es ser egoísta, sin darse cuenta de que lo que están haciendo es considerarse menos importantes y valiosos que cualquier otra persona. Es normal y deseable preocuparnos por el bienestar de otras personas y ayudarles cuando está en nuestra mano. La clave está en los motivos por los que hacemos este tipo de cosas. Los codependientes quieren algo a cambio: intentan conseguir el amor y aceptación que necesitan de esa persona. No es un acto de amor, sino de dependencia.
Por supuesto, no hay nada malo en hacer un pequeño sacrificio de vez en cuando e ir a ese lugar al que no deseamos porque alguien a quien queremos nos lo pide, siempre y cuando nuestros motivos sean sinceros y no lo hagamos por miedo a perder el amor de esa persona o sentirnos rechazados o ser considerados malas personas. Negarnos a hacer algo que no queremos hacer es un derecho que la persona codependiente tiene que aprender a ejercer más que nadie. Solamente los niños merecen y necesitan un amor incondicional. En los adultos siempre traerá problemas.
Seria muy injusto dejar de mencionar el lado positivo de la personalidad codependiente.
Tras sus problemas de dependencia se encuentra un fondo noble, amable y altruista. Son a menudo las personas más dulces, pero si su verdadero ser está siendo negado y escondido nunca lograrán usar esta forma de ser de un modo constructivo. Una vez recuperadas de su codependencia, son, sin duda, personas que cualquiera querría tener como amigas. Son fieles, dignas de confianza, tienen en cuenta la opinión de los demás y están ahí cuando lo necesitas, para lo bueno y para lo malo, dispuestas a ayudarte cuando se lo pidas. Son atentas y saben crear y fomentar buenos sentimientos entre ellas y los demás. Son en sí mismas una paradoja, porque casi cualquiera podría quererlas.
Krishnadas Acarya